miércoles, 17 de abril de 2013

DESTELLOS

Doradas noches en esas playas
y tan verdes ojos como luceros
llameante  fuego nos abrasaba…
tan dulces días, mes de Enero.

Amar quisimos en esos días,
el uno al otro fuimos pasión,
el dulce fuego nos encendía…
Y nos consumía el corazón.

Cálida arena, noche de estrellas
como destellos bajo la luna,
confundía a ti con ellas…
Más, tú, brillabas como ninguna.

El poco tiempo que nos restaba
vivirlo a pleno, los dos quisimos,
y ese Enero que se marchaba…
Fue nuestro el sueño, que sentimos.

Fugaces días en esas playas
el magnetismo nos atraía,
cuerpos bañados en esas aguas…
Y lo sentí, eras tan mía.

Fuego y pasión los dos sentimos,
tan solo amarnos, quisimos siempre,
cuantas cosas nos prometimos…
Y solo el recuerdo quedó en la mente.

Fue nuestro el tiempo, que vivimos,
ansiados meses, a ti esperando,
llegó el Abril, mes para amarnos…
Y fue ese otoño, que juntos vimos.

Contar los días, uno tras otro,
aquél otoño, nunca llegaba,
por las noches veía tu rostro…
Y tan verdes ojos me cegaban.

Como destellos brillaban de noche
luceros de fuego bajo la luna,
amar quisimos y sin reproches…
Y nos amamos, sin duda alguna.

Fue corto el tiempo, ya se escapaba,
volver a Gessell, tú me pediste
por la respuesta, que no esperabas…
Con ese beso, te despediste.

Jorge Naonse 24/ 11/ 1966
Dere.prop. int. 784.085

CON ALMA Y VIDA

Amé, fui amado, el sol acarició mi faz.
¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz! 
Amado Nervo
................

Cual sutil caricia del apegaminado tiempo,
en el sendero adverso de inútil partida,
a cada instante huye, tristemente herida,
y se sumerge el alma, razón y sentimiento.

Por el soñar del tiempo en nivelado vuelo,
fantasía que surge reedibujando  esencias
recuadros que marcaron ausencias y desvelos,
encrucijada misma, anhelos y vivencias.

Es el sentir de un sueño, acallar no quiere,
idea embravecida, en el postrer momento,
atesorar recuerdos, la daga que me hiere,
lastima el corazón, y nubla el pensamiento.

Oh vida dulce y bella. de todo tu me has dado,
instantes florecientes, caminos arbolados,
con inmenso afán, he todo atesorado,
amé y sigo amando, y también fuí destrozado.

Ahora en el cepúsculo, me siento en plena vida,
desecharé momentos, de inútil esperanza,
solo recordaré, delicias y constancias...
Desecharé por siempre, mis llagas, mis heridas.

 Y aún te sigo, bendiciendo vida,
quizás hubo momentos de desesperanzas,
y como seca arena, se fueron dispersando,
fueron muchos más, los encantados tiempos,
coronados de belleza y esperanzas compartidas.


José gennaro    2012 
Derechos 762.612

ARENA



Como la fuerte ola del mar embravecida,
con fiereza arrastra, te envuelve y enarbola
así como la mente casi enloquecida,
ve desplomarse todo, quedándose tan sola.
...
Recuerdos de tu arena, deslizándo de las manos,
recuerdos de tu luna, esplendorosa y clara,
el universo todo, que juntos lo adoramos...
Y hoy solo frio, y negreza me depara.
...
Es como las tiniebla que mi cuerpo invade,
es el frio manto, que susurra el viento,
como saeta vuelan todos mis momentos...
se pierden en el tiempo, se esfuman en el aire.
...
Con lento caminar, paseo por la arena,
apesadumbrado y triste, sola siento el alma,
se ha ido ya el verano, con inmensa pena,
tan solo quedan trazos, de esa luna llena.
...
Es el vacío inerme, que todo lo condensa,
es  simple la  tristeza, que mi alma apena,
siento plena noche, plena noche inmensa...
Y el negro pensamiento me cubre y  me condena


José Gennaro 2013

ROSAS ROJAS


ROSAS ROJAS


En la puerta del hospital de urgencias, donde estacionan las ambulancias, había una pelea entre dos hombres. Me llamó la atención porque solamente uno de los dos golpeaba al otro, que no caía al piso a pesar de los tremendos puñetazos que le aplicaban en el rostro.
Habían comenzado dentro de un taxi y bajado de él a los tumbos. Quien recibía los golpes ni siquiera sacaba las manos de sus bolsillos, como si en ellos estuviera protegiendo algo valioso. No ofrecía ningún tipo de resistencia, sólo buscaba evitar los impactos. Pero no lograba hacerlo del todo, y el que golpeaba de manera feroz que por su ropa parecía ser el taxista le asestó varias trompadas más hasta que el agredido, al fin, se decidió a correr.
Me pareció extraño que no hubiera intentado defenderse o al menos, alejarse cuanto antes.
Perdí de vista a los dos hombres y seguí caminando. Entré al hospital por una de las puertas laterales. Venía bastante apurado, como siempre. Iba a visitar a un pariente internado y sólo llevaba un ramo de rosas rojas en mi mano derecha.


Unos segundos después, sentí que me empujaban desde atrás. Trastabillé y casi caigo al suelo. En una de las galerías, cerca de la terapia intensiva, el mismo hombre que había recibido los golpes me tomó del brazo y con un arma pequeña apuntó a mi pecho.
Haciendo ademanes, me obligó a acompañarlo. No dudé un segundo. Estaba muy lastimado y de su ojo izquierdo parecía caer sangre. Su camisa blanca, llena de pequeñas manchas de color oscuro. Y sus dientes...
Corrimos un largo trecho. La gente se horrorizaba al ver su cara destrozada y el revólver que llevaba en su mano derecha. Parecía algo grotesco, un hombre desequilibrado corriendo al lado de otro que seguía sosteniendo, como si fuera un trofeo, un ramo de flores. No entiendo por qué en ese momento no pude soltarlo.
Subimos a un pequeño ascensor. Allí bajó su arma y me miró a los ojos por primera vez. Sacó de su bolsillo una pequeña caja de color blanco, cerrada con cinta adhesiva, y me la entregó sin decir nada.
Al detenernos en el segundo piso, volvió a tomarme del brazo y así corrimos hasta el borde de un balcón que se encontraba unos pasos delante de nosotros.
Abajo, la gente había empezado a congregarse. Extrañamente, a pesar de todo, yo me encontraba tranquilo y seguro de que no iba a lastimarme. Algo en su mirada lo decía. Pero aún no llegaba a entender por qué me había dado la caja.
No la abras todavía. Sólo después que me vaya. No cometas los mismos errores que yo.
Habló como si estuviera leyendo mi mente.
No tuve tiempo de preguntarle nada. Acercó la punta del revólver a su garganta, debajo de la nuez de Adán, y disparó.
Se desplomó sobre mí. Y la sangre... ¡por Dios! Tanta sangre a borbotones sobre mi ropa, mis zapatos y el ramo de flores.
Me lo saqué de encima. Sentía vergüenza de pensar más en el asco que me producía ensuciarme que en la locura y el drama de ese pobre hombre.
En pocos minutos llegó la policía. Tarde, como en las películas. Sólo atiné a quedarme sentado, apoyado contra la pequeña pared que nos rodeaba.
Guardé la caja en el bolsillo. Tuve la tentación de dejarla tirada o de esconderla en el pantalón del suicida, pero preferí respetar su último deseo. Cuando todos se fueran, la abriría.


Ya en mi departamento, cerca de las cinco, aún no había podido almorzar. Seguía asqueado por la horrible sensación de la sangre caliente sobre mi cuerpo. Volvía a verla, manando con violencia, mojando mis manos y mis pies.
Me senté en el living. Acababa de llamar la policía para pedir algunos datos y ver si podía aportar algo más. De paso, me avisaron que el psicópata no había muerto todavía. Estaba muy grave, internado en el mismo hospital de esta mañana. Era prácticamente imposible que sanara o despertara, según el comisario a cargo de la investigación.
Sin embargo, algo me impulsó a ir a verlo. Para saber más de él o de su vida. Además, me tentaba la idea de dejar la cajita blanca de bordes plateados entre sus pertenencias.
Pero no iba a poder hacerlo.


Unos minutos más tarde estaba en camino del hospital, por segunda vez en pocas horas.
Llegué a la sala de terapia intensiva pero dos oficiales me impidieron el paso. Estaban parados al lado de la puerta, uno de cada lado.
Me preguntaron si tenía relación con él, si era familiar o pariente. No quise decirles mi nombre, sólo contesté que lo había conocido hace poco tiempo. El más joven me dio el pésame por anticipado y me informó que podía quedarme por allí, para esperar el obvio desenlace.
Les agradecí. Di media vuelta y busqué la salida. Había sido un día bastante largo.


Después de subir a un taxi para volver a casa, tomé la caja y me decidí a abrirla. De una vez por todas.
Nunca hubiera podido imaginarme lo que contenía.


Tenía que entregársela a alguien. Pero no a cualquiera. Alguien que fuera capaz de llevar a cabo lo que la caja pedía.
Vi por el espejo retrovisor que el taxista había observado lo mismo que yo. Y supe que comenzó a desearla, con todas sus fuerzas.
Estacionó a los pocos metros, cerca del sector de entrada y salida de ambulancias, y giró hacia mí. Me exigió la caja y no quise dársela. Por eso mismo comenzó a golpearme. En el rostro, en los oídos, en el estómago… pero no la solté. La guardé en mi bolsillo, a salvo de todo.
Tratando de esquivar sus trompadas, bajé del auto. Sin saber hacia dónde iba, empecé a buscar al próximo destinatario.
Advertí que desde lejos nos estaban mirando. Era un hombre calvo, como yo, que parecía llevar algo pesado en sus manos.
Lo seguí. Enceguecido por el impulso de compartir con alguien especial el contenido de la caja, fui hacia la galería donde se encontraba. Aún sin saber cómo iba a convencerlo de que acepte.
Se me ocurrió quitarle el arma a un guardia del hospital. Lo hice y corrí con todas mis fuerzas por uno de los pasillos. Mi corazón latía cada vez más rápido. La sangre ensuciaba mi camisa. Tenía el ojo izquierdo semicerrado y mis dientes…
Encontré al calvo y lo tomé del brazo. Con la pistola apunté a su pecho y lo obligué a correr junto a mí, para alejarnos de todo.
Nos refugiamos en un ascensor. Cuando bajamos en el segundo piso, casi sin aliento, le di la caja y le indiqué:
No la abras todavía. Sólo después que me vaya. No cometas los mismos errores que yo.
No tuvo tiempo de preguntarme nada. Allí mismo, cerca del balcón, acerqué la punta del pequeño revólver a mi garganta y disparé.
Caí sobre él. Y mi sangre... por Dios, tanta sangre a borbotones sobre su ropa, sus zapatos y el ramo de rosas rojas que él seguía sosteniendo entre sus manos, como si fuera un maldito trofeo.


Gonzalo Salesky